Para el pecado de Tomás había un remedio: inclinar la cabeza, reconocer el error y pedir perdón diciendo: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). Esta frase conmovedora está tan profundamente grabada en la mentalidad cristiana que en casi todas las iglesias del mundo, en el momento en que se eleva la hostia consagrada, todos la repiten. Porque llevamos dentro de nosotros esa misma desconfianza de Tomás, que a veces envenena nuestra vida familiar y comunitaria, y otras se resiste a ver al Señor en un pedacito de pan. Por eso, andar en los caminos de Dios es andar en constante apertura a la conversión, sin rigideces interiores, sin estancarnos en el propio barro. Antes bien, sabiéndonos amorosamente perdonados por Aquel que dijera a la mujer adúltera: "Vete en paz... y no peques más."
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Indice | Prólogo 7 1. Querer ver a Jesús 9 2. La conversión depende de quien escucha, y no de quien anuncia 13 3. ¿Hacia dónde converge nuestra vida? 20 4. La muerte que genera vidas 25 5. ¿Qué he de hacer yo? 30 6. El Tomás que vive en cada uno de nosotros 33 7. El encuentro puede ser definitivo 38 8. El gran hombre del cristianismo 43 9. Familia: la Iglesia naciente 50 10. ¿Qué le pedimos al Padre? 53 11. El oficio de orar 58 12. Los problemas de cada día 63 13. Esperando contra toda esperanza 66 14. El agua que fecunda vidas 74 15. El sufrimiento en la dimensión de la fe 79 16. Sufriendo y donándose 84 17. Aprender a obedecer por el sufrimiento 90 |